Dudé hasta el último momento. “¿Y
sí le regalo unos zapatos o un bolso?” Mientras, mi mente inventaba excusas tontas
para convencerme de que no debía comprarlo. “Es caro, no va a saber utilizarlo, se quedará olvidado
en un cajón…” Finalmente, después de mantener un pulso con mi conciencia, me
dirigí vacilante hacia la tienda y me puse
a observarlos con recelo. “Qué feos son” pensé. A pesar de conocer de antemano
las características técnicas de cada uno de ellos, le pregunté a uno de los
dependientes. En el fondo, esperaba que dijese algo que no me gustase para
alejarme de allí. Pobre ingenua. Cuando pagaba en la caja comprendí que la
batalla entre tradición y modernidad, entre lo de siempre y lo último, entre el
espíritu romántico y el pragmático se decanta claramente hacia ese futuro
desalmado que nos proporciona la tecnología.
Se lo dimos el día de Nochebuena
y a pesar de todos mis temores, a mi madre le encantó su primer libro
electrónico. Abrí la caja para inspeccionarlo de cerca, sosteniéndolo con
cierta grima, como si me fuese a contagiar alguna epidemia. Lo encendí sintiendo que traicionaba una
relación de 30 años y tras leer las instrucciones, le expliqué a mi madre su
funcionamiento. Entre las dos compramos el primer libro. Tres euros por una
novela histórica que en papel cuesta algo más de 20 euros. Pensé en el dinero
ahorrado y en la de árboles que habíamos salvado, pero enseguida eché de menos
el sonido de las hojas al pasar, el olor de la tinta, el peso del libro, la emoción
que te ofrece la portada y la información que proporciona la contraportada. Al
menos sé que mi madre lo utilizará correctamente y comprará la lectura que le
interese, sin participar de ese pirateo constante que podría acabar con el
universo literario.
Publicado en Las Provincias el 03/01/2014
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