viernes, 10 de enero de 2014

LA COLAS DE LA VIDA


La vida está llena de colas hacia las que profeso odio sustancial. Mi aversión hacia ellas se remonta a 2008 cuando, acompañando a una amiga groupie, tuve que aguantar nueve horas de pie para ver actuar a Madonna. Aprovechando estas vacaciones navideñas, me fui unos días a Florencia, ciudad de una belleza deslumbrante si no fuera porque hordas de turistas impiden prácticamente pasear por sus calles. Hicimos dos horas de cola para subir a la inmensa cúpula diseñada por Brunelleschi y aguantamos estoicos el frío durante tres horas más para entrar en la Galería de los Uffizzi. Como me ocurrió con la reina del pop, cuando por fin pude admirar ‘El nacimiento deVenus’ estaba tan agotada que no disfruté del espectáculo.

Nos pasamos gran parte de la vida haciendo colas. Debemos respetarlas para que el contrato social adquirido al nacer no se resquebraje. Algunas son colas ligeras y cargadas de expectativas, como la del cine o la cola para ver tocar a una banda de música, pero hay otras que están cubiertas de frustraciones, miedos y rabia, como la cola del banco que te deniega un préstamo, la del médico que no sabe el origen de tu enfermedad o la cola desesperada del paro. Nos enseñan a formarlas desde niños. Los profesores las llaman filas. Había que hacer fila para que te dieran la merienda, para salir al recreo y para ir al baño. El orden imperante de la fila era lo correcto y salirse del redil suponía castigo seguro. Esa distribución es lo primero que se aprende a obedecer, luego llegan las reglas del colegio, las normas familiares, los estatutos, los decretos, las disposiciones, los contratos basura… hasta que un día lo aceptas todo sin plantearte nada. Leyes injustas o sectarias, que favorecen solo a unos pocos, aquellos que mandan formar la fila de conciencias inertes.

Publicado en Las Provincias el 10/01/2014

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