La
vida está llena de colas hacia las que profeso odio sustancial. Mi aversión hacia
ellas se remonta a 2008 cuando, acompañando a una amiga groupie, tuve que aguantar nueve horas de pie para ver actuar a
Madonna. Aprovechando estas vacaciones navideñas, me fui unos días a Florencia,
ciudad de una belleza deslumbrante si no fuera porque hordas de turistas
impiden prácticamente pasear por sus calles. Hicimos dos horas de cola para
subir a la inmensa cúpula diseñada por Brunelleschi y aguantamos estoicos el
frío durante tres horas más para entrar en la Galería de los Uffizzi. Como me
ocurrió con la reina del pop, cuando por fin pude admirar ‘El nacimiento deVenus’ estaba tan agotada que no disfruté del espectáculo.
Nos
pasamos gran parte de la vida haciendo colas. Debemos respetarlas para que el
contrato social adquirido al nacer no se resquebraje. Algunas son colas ligeras
y cargadas de expectativas, como la del cine o la cola para ver tocar a una
banda de música, pero hay otras que están cubiertas de frustraciones, miedos y
rabia, como la cola del banco que te deniega un préstamo, la del médico que no
sabe el origen de tu enfermedad o la cola desesperada del paro. Nos enseñan a
formarlas desde niños. Los profesores las llaman filas. Había que hacer fila
para que te dieran la merienda, para salir al recreo y para ir al baño. El
orden imperante de la fila era lo correcto y salirse del redil suponía castigo
seguro. Esa distribución es lo primero que se aprende a obedecer, luego llegan
las reglas del colegio, las normas familiares, los estatutos, los decretos, las
disposiciones, los contratos basura… hasta que un día lo aceptas todo sin
plantearte nada. Leyes injustas o sectarias, que favorecen solo a unos pocos, aquellos
que mandan formar la fila de conciencias inertes.
Publicado en Las Provincias el 10/01/2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario