Empecé a salir a correr cuando lo
único que se necesitaban eran unas zapatillas viejas y una camiseta de
propaganda. Entonces no existía la fiebre actual por este ejercicio que hace
que el tráfico en el cauce del río a ciertas horas se asemeje a IKEA un sábado
por la tarde. Como nunca he sentido el espíritu de la competición y siempre he
sido algo individualista, me gustaba practicar de forma ocasional un deporte en
el que no tenía que ganar o derrotar a nadie, pagar una cuota, federarme ni
cumplir un horario. Pero llegó la crisis y con ella los gimnasios se fueron
vaciando y el culto al cuerpo, que no conoce de recesiones, exigía su peaje. Y
de pronto comenzaron a brotar runners como setas y los runners requerían de un
escenario en el que exhibir su esfuerzo y lucir modelitos de Decathlon y así se
popularizaron las carreras. Y yo que nunca me había planteado correr más allá
de lo que mi ánimo me pedía, acabe apuntándome a una sin demasiado
convencimiento de ser capaz de terminarla.
El pasado domingo me despertaba a
una hora indecente y me enfundaba unas mallas para participar en mi primera
carrera. Diez kilómetros que en mi subconsciente equivalían a cien. Me dirigí
hacia el Paseo de la Alameda presa de los nervios donde me esperaba una amiga que
corre asiduamente. Antes de comenzar, le advertí que probablemente tendría que
pararme, que no estaba preparada y que no la acabaría. “Espérame en la meta”,
le dije en tono melodramático. La carrera comenzó y junto a otros 10.500
corredores estuve trotando hasta atravesar la línea de meta una hora después
con ese subidón de adrenalina que solo produce la superación. Un nuevo curro,
una relación que empieza o una carrera de 10 kilómetros. Qué más da. Las cosas siempre
son más sencillas de lo que uno imagina.
Publicado en Las Provincias el 17/01/2014
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