domingo, 28 de julio de 2013

BOTELLAS DE NUESTROS PADRES


Hay un rincón en las casas de la mayoría de los padres que me fascina.  Me refiero al mueble bar, ese lugar donde reposan las botellas añejas que se suelen sacar únicamente cuando los invitados se resisten a irse. Una visita reciente al armario en el que se guardan las bebidas espiritosas en el apartamento de mis padres, me descubrió joyas tales como un brebaje de color blandiblú alojado en un recipiente que pretendía representar las casas colgantes de Cuenca, una botella de vodka de cuando todavía existía la Unión Soviética que solo con olerla hizo que me marease o licores de varios tipos de semillas y frutos viejunos que solo pueden ser ingeridos por padres a partir de los 50, como orejones, bellotas, madroños, grosellas o membrillo. Encontré también vinos de ciertas regiones que con dos o tres lingotazos podrían haber tumbado hasta al pirata más fiero del Mediterráneo y una botella de ron blanco con una etiqueta de los años 70, con el que imaginé mis progenitores y sus amigos brindando por la llegada de la democracia.



Emuchos hogares estas bebidas permanecen impasibles al paso del tiempo, rodeadas por las copas de cristal fino que solo se sacan en fiestas de guardar. Me pregunto por qué se le tiene tanto apego a la botella que compramos en una pequeña aldea en nuestro último viaje aquella que nos trajo el primo Enrique de su luna de miel. Ahora bien, en defensa de estas bebidas bizarras diré que suelen llenarnos de alegría, ya que cuando se acude al mueble bar de un padre significa que tú y tus acompañantes habéis acabado con las existencias de cualquier otro tipo de alcohol que no sea considerado ‘vintage’. Así que esa noche mi chico y yo terminamos tomando una copita de licor de regaliz. Sabía a rayos, pero a falta de pan…  
Publicado en Las Provincias el 26/07/2013

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