Hasta hace poco, los aeropuertos me ponían de buen humor. Me
daban igual las colas, las esperas, los retrasos o el striptease al que te
someten al pasar por los arcos de seguridad. El aeropuerto era la casilla de
salida, el equivalente moderno de los viejos puertos de donde zarpaban piratas
y bucaneros, la primera viñeta de un libro que a mí siempre me parecía
apasionante. Pero ya no. Ahora volar ya no es sinónimo de libertad sino de
aborregamiento. El personal te trata cada vez peor, los asientos son más
estrechos y la comida menos comestible.
Puede que sea yo, que me he aburguesado y ya no me parece divertido que
la gente aplauda al aterrizar, pero ahora siempre que puedo, elijo tren o barco.
Pierdes unas horas, pero ganas calidad de vida y te ahorras muchos cabreos.
Incluso en estos tiempos en los que la alta velocidad apenas
deja que leamos un periódico entero entre Valencia y Madrid, aunque las
estaciones ya no exhalen romanticismo y las huelgas de la plantilla sean algo
habitual, el tren todavía sigue siendo el único medio que te permite soñar cuando
vas a Barcelona o a Sevilla. Solo hay que acomodarse y mirar por la ventanilla
para evocar esos primeros trenes de vapor que cruzaban el oeste americano, recordar a Hércules Poirot y a los sospechosos
pasajeros del asesinato del Orient Express e imaginar ese otro ferrocarril en el que los destinos de dos personajes
de Hitchcock se unen a través de una conversación inocente y macabra. En el
tren aún tienes espacio para dejar en la bandeja del asiento un par de
revistas, el libro, la tablet y no sentirte oprimida. Como la conexión a internet es malísima, hay
tiempo para leer y pensar. La comida es tan mediocre como la del avión, pero
existe el vagón del silencio y eso, señores, no hay dinero que lo pague.
Publicado el 5/5/2017 en Las Provincias
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