viernes, 5 de mayo de 2017

EL TREN




Hasta hace poco, los aeropuertos me ponían de buen humor. Me daban igual las colas, las esperas, los retrasos o el striptease al que te someten al pasar por los arcos de seguridad. El aeropuerto era la casilla de salida, el equivalente moderno de los viejos puertos de donde zarpaban piratas y bucaneros, la primera viñeta de un libro que a mí siempre me parecía apasionante. Pero ya no. Ahora volar ya no es sinónimo de libertad sino de aborregamiento. El personal te trata cada vez peor, los asientos son más estrechos y la comida menos comestible.  Puede que sea yo, que me he aburguesado y ya no me parece divertido que la gente aplauda al aterrizar, pero ahora siempre que puedo, elijo tren o barco. Pierdes unas horas, pero ganas calidad de vida y te ahorras muchos cabreos.

Incluso en estos tiempos en los que la alta velocidad apenas deja que leamos un periódico entero entre Valencia y Madrid, aunque las estaciones ya no exhalen romanticismo y las huelgas de la plantilla sean algo habitual, el tren todavía sigue siendo el único medio que te permite soñar cuando vas a Barcelona o a Sevilla. Solo hay que acomodarse y mirar por la ventanilla para evocar esos primeros trenes de vapor que cruzaban el oeste americano,  recordar a Hércules Poirot y a los sospechosos pasajeros del asesinato del Orient Express e imaginar ese otro  ferrocarril en el que los destinos de dos personajes de Hitchcock se unen a través de una conversación inocente y macabra. En el tren aún tienes espacio para dejar en la bandeja del asiento un par de revistas, el libro, la tablet y no sentirte oprimida.  Como la conexión a internet es malísima, hay tiempo para leer y pensar. La comida es tan mediocre como la del avión, pero existe el vagón del silencio y eso, señores, no hay dinero que lo pague.

Publicado el 5/5/2017 en Las Provincias
 

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