viernes, 14 de agosto de 2015

LA BARRIGA DE DYLAN



Lo bautizamos como Dylan en cuanto lo vimos aparecer por la playa enfundado en su ceñido traje de neopreno. A todas se nos iban los ojos detrás de los bíceps de ese vasco que sujetaba la tabla de surf y miraba al mar desafiante. A nosotras, acostumbradas a que nuestros amigos jugaran a las palas como deporte extremo, aquello nos parecía la cúspide de la sofisticación. El nombre lo tomamos prestado de un personaje de la serie “Sensación de vivir” que nos volvió locas a las adolescentes de principios de los 90. El típico tío silencioso, problemático, algo canalla pero con buen corazón, arquetipo de las series dirigidas a púberes con las hormonas del revés. Ese tipo de hombre del que las mujeres nos enamoramos porque pensamos que viviremos mil aventuras a su lado pero que en el fondo solo queremos redimir para convertirlo en un aburrido padre de familia.


Nuestro Dylan vascuence fue durante muchos veranos la principal motivación de las chicas de las urbanizaciones cercanas para pasarnos diez horas al día en la playa por si ese día el dios Eolo tenía a bien concedernos su presencia cabalgando las olas.  Pasados unos años, dejó de venir. No fue ningún drama, ya se sabe que los amores platónicos estivales duran lo mismo que tarda en derretirse un frigopie a pleno sol. Hace unos días, paseaba por la playa cuando alguien llamó mi atención. Era un hombre de unos cuarenta años acompañado por su mujer y sus dos hijos pequeños. Llevaba el pelo más corto y sus facciones habían perdido la despreocupación que aporta la juventud, pero era él. Se estaba quitando la camiseta cuando vi asomar una prominente barriga que lo igualaba a cualquiera de los mortales que poblaban la playa. Se me cayó un mito. Ciertas personas nunca deberían volver a emerger de nuestros recuerdos.

Publicado en Las Provincias el 31/07/2015

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