Lo bautizamos como Dylan en cuanto
lo vimos aparecer por la playa enfundado en su ceñido traje de neopreno. A
todas se nos iban los ojos detrás de los bíceps de ese vasco que sujetaba la
tabla de surf y miraba al mar desafiante. A nosotras, acostumbradas a que
nuestros amigos jugaran a las palas como deporte extremo, aquello nos parecía
la cúspide de la sofisticación. El nombre lo tomamos prestado de un personaje
de la serie “Sensación de vivir” que nos volvió locas a las adolescentes de
principios de los 90. El típico tío silencioso, problemático, algo canalla pero
con buen corazón, arquetipo de las series dirigidas a púberes con las hormonas del
revés. Ese tipo de hombre del que las mujeres nos enamoramos porque pensamos
que viviremos mil aventuras a su lado pero que en el fondo solo queremos
redimir para convertirlo en un aburrido padre de familia.
Nuestro Dylan vascuence fue
durante muchos veranos la principal motivación de las chicas de las
urbanizaciones cercanas para pasarnos diez horas al día en la playa por si ese
día el dios Eolo tenía a bien concedernos su presencia cabalgando las
olas. Pasados unos años, dejó de venir.
No fue ningún drama, ya se sabe que los amores platónicos estivales duran lo
mismo que tarda en derretirse un frigopie a pleno sol. Hace unos días, paseaba
por la playa cuando alguien llamó mi atención. Era un hombre de unos cuarenta años
acompañado por su mujer y sus dos hijos pequeños. Llevaba el pelo más corto y
sus facciones habían perdido la despreocupación que aporta la juventud, pero
era él. Se estaba quitando la camiseta cuando vi asomar una prominente barriga
que lo igualaba a cualquiera de los mortales que poblaban la playa. Se me cayó
un mito. Ciertas personas nunca deberían volver a emerger de nuestros
recuerdos.
Publicado en Las Provincias el 31/07/2015
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