lunes, 6 de julio de 2015

TORMENTAS DE VERANO

Foto: Ricard Chicot



El verano es, con permiso de la primavera, la estación que reúne el mejor abanico de olores propios. El verano huele a crema solar, a aceite refrito de chiringuito y a sardinas a la brasa, a sudor nocturno y a cloro, a tierra sedienta, a pinos y a tormentas de verano. Este fenómeno atmosférico aleja por un breve periodo el infierno en que puede convertirse el termómetro en esta época y deja una atmósfera limpia y serena. Las tormentas de verano, imprevisibles, repentinas y estruendosas nos recuerda que no hay que confiar en los elementos, que en cualquier momento ese día de playa con la familia o esa excursión por el monte pueden echarse a perder. Las tormentas, si pudieran predecirse, debería ser obligatorio vivirlas al lado del mar, porque es junto a él donde mejor se observan los relámpagos y donde más se aprecia la calma que la sucede.


Todos tenemos una tormenta de verano que nos traslada a nuestra infancia. Hagan memoria. A veces te pillaba dando un paseo por la playa y tocaba volver a casa empapado, otras, chapoteabas feliz en la piscina o en el mar entre los gritos de tus padres que te obligaban a salir del agua ante la amenaza, no sé si real o inventada, de que cayese un rayo, en ocasiones corrías a esconderte en la habitación ante el temor del sonido los truenos. En cualquier caso, siempre suponían un soplo de aire fresco. En cierta manera lo que ocurrió en España el pasado 24 de mayo es una tormenta de verano. Se veía venir, pero nadie sabía si descargaría o pasaría de largo, de momento ha conseguido alejar los nubarrones negros que acechaban durante demasiado tiempo y ha refrescado el ambiente. Ahora toca ver si utilizarán el agua para construir una sociedad mejor o si todo quedará en un ensordecedor e inútil aguacero.

Publicado en Las Provincias el 26/06/2015

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