La vida no es una ciencia exacta.
Por más que algunas mentes cuadriculadas traten de imponernos ciertos cánones:
estudia una carrera, licénciate, trabaja como un burro, escala puestos hasta
que te nombren jefe, cásate con una mujer sumisa o un hombre dócil, hipotécate,
procrea, prepara la paella del domingo y confórmate con el polvo mensual, paga
tus impuestos, compra una televisión último modelo para ver Gran Hermano VIP
número 48, y deja que pase el tiempo, sin plantearte nada. Puede que hasta hace poco, esa fuese la
tónica o el deseo de algunos. Pero llegó la crisis y lo puso todo patas arriba.
Estudiar una carrera ya no es garantía de encontrar trabajo, hipotecarte no te
asegura tener una casa para siempre y el matrimonio hace tiempo que dejó de ser
hasta que la muerte nos separe. Lo mejor de los malos tiempos es que la
inseguridad heredada ha contribuido a la desaparición de esa existencia
guionizada. El abismo da miedo, pero a veces, también atrae.
A los que rondan mi generación
nos ha tocado aprender a hacer planes a corto plazo, a buscar soluciones
alternativas, a alejarnos de nuestro país, a vivir el presente más inmediato, a
pensar de manera diferente y a tirar con lo (poco) que había. Muchos de mis
coetáneos sienten que están atrapados en una vida que les es ajena. Recién
casados que viven separados a causa del trabajo; parejas que no pueden
plantearse tener hijos; amigos que han vuelto a casa de sus padres; amigas que se
han acostumbrado a pasar el mes con 100 euros. Por eso cuando la gente me
pregunta cuáles son nuestros planes de futuro, ahora que ya somos tres y mi novio
trabaja a 350 km. de aquí, me encojo de hombros y trato de quitarle hierro. No
sucumbir, improvisar sobre la marcha y resistir. Lo que siempre hemos hecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario