Irregular y bastante tardía.
Así ha sido la relación que he mantenido con los tebeos durante mi vida. De
niña, algunos ejemplares de Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón o Astérix y Obélix
durante las horas obligatorias de biblioteca del colegio. Solía seguir las
historietas publicadas por los suplementos de fin de semana del periódico, pero
fuese por lo que fuese, no caí rendida ante las aventuras de los personajes de
dibujos. Fue con 26 años, después de conocer a Paco Roca y leer ‘El Faro’, uno
de sus primeros cómics, cuando empecé a sentir atracción por un género que,
como muchos adultos, creí coto reservado para adolescentes con granos y
sobrepeso. Después de devorar varios cómics que me dejaron fascinada, descubrí
lo potente que puede ser una historia ilustrada y hasta dónde te puede llevar
una de esas novelas gráficas, nueva denominación que parece darle mayor estatus
a los tebeos de siempre.
Si hago un repaso mental por
estas historias, me doy cuenta que he aprendido mucho más sobre la vida en
Corea del Norte o el perpetuo conflicto en Jerusalén de la mano del dibujante Guy Delisle que en muchos sesudos reportajes. Me he empapado de una de las mejores
historias de periodismo sobre corrupción y paraísos fiscales, el Caso
Clearstream, recogido en los cuatro tomos de ‘El negocio de los negocios’. Se
me pone la piel de gallina cada vez que releo esa maravilla titulada ‘Píldoras azules’ y me emociono con cada trazo que hace el francés Edmond Baudoin en sus obras.
Las escuelas deberían prestar mucha más atención a esta entrada natural al mundo
de los libros. Obligar a leer el ‘El Lazarillo de Tormes’ es necesario, pero
tratar de seducir a los niños con las aventuras de Tintín podría ser mucho más
efectivo a la hora de engancharles a la buena literatura.
Publicado en Las Provincias el 10/04/2015
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