Sabía
de antemano que este año la Nochevieja no sería la gran juerga. Al menos no
para mí. El estado de buena esperanza en el que me hallo, me impedía acabar
como Peter Sellers en ‘El Guateque’. Por eso, cuando decidimos pasar el fin de
año con varias parejas de amigos y sus hijos de entre uno y tres años en la
playa, me pareció un buen plan. Tampoco espero nada de esa noche en la que
parece sea obligado salir y pasárselo bien. Me conformo con una buena
cena en compañía de la gente a la que quiero, conversaciones poco trascendentes
y risas sinceras. Con eso basta. Hace tiempo que desaparecieron los nervios por
saber qué me pongo, a dónde iremos y cómo discurrirá la velada, que siempre terminaba
viendo asomar los primeros rayos del sol de enero.
Lo
que no imaginaba es que antes de la una y media, la fiesta habría acabado. Las
palabras mágicas “¿Quién quiere lechitaaa?” que lanzó al aire una de mis amigas
y madre de tres de los chiquillos preparó no solo a la manada de críos que
habían inundado el salón con disfraces, pinturas y juguetes, sino también a los
adultos, para caer en brazos de Morfeo diez minutos después. Yo miraba con
suspicacia el colacao de los niños mientras suspiraba por un gin tonic y en la
tele, por primera vez en mi vida veía en directo las campanadas de las Islas
Canarias. Los altavoces que me llevé para conectar el mp3 ni siquiera se
enchufaron. En lugar de música, escuchamos la voz chillona de Pepa Pig. Ni que
decir tiene que las botellas de ginebra y whisky quedaron intactas. Mi chico y
yo vimos planear por nuestras cabezas el espíritu de las Navidades futuras con
un poco de angustia. Eso sí, al día siguiente disfrutar de la paella campestre
al sol junto a mis amigos y su prole con total ausencia de resaca fue todo un
lujo.
Publicado en Las Provincias 9/1/15
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