De
todas las situaciones comunes que viven muchas mujeres, el embarazo me parece,
sin duda, una de las que más se prestan a toda clase de tópicos, frases huecas
y consejos no demandados. Especialmente si eres primeriza, todo tu alrededor,
tu tía la monja incluida, te ofrece sabias lecciones que pretenden ayudarte en
ese maravilloso estado de espera que se le supone a la gestación. Desde el
trillado “lo importante es que venga sano”, hasta el “ahora sí que te va
cambiar la vida” de alguna amiga que te lo recuerda cada vez que te ve, pues
ella ya lleva tres años pringada, hasta el graciosillo que te pregunta por el
nombre del bebé y te aconseja llamarle como él. De este tipo suele haber un par
cada semana. Por otra parte están las amigas psicokillers de la maternidad que
te bombardean de información y te sugieren que desde ese momento, debes vivir
los próximos nueves meses con similar intensidad a los éxtasis de Santa Teresa
de Jesús.
Tú
intentas explicarles, casi con sentimiento de culpa, que las experiencias
místicas de las que ellas te hablan, no las estás experimentando igual. Las
dificultades para dormir, los dolores de espalda y el ardor de estómago, los
picores cutáneos, el hecho de no poder comer ni beber lo que te apetece y el
canguelo por lo que se avecina no te dejan ver la poesía del asunto. Ello a
pesar de estar atravesando un buen embarazo. Pero de todas las frases vacías
que he tenido que escuchar durante estos seis meses, hay una que se lleva la
palma. Dado que salgo de cuentas a final de marzo, cada vez que alguien me
pregunta cuando me toca, he de escuchar de boca de mi interlocutor, el término
“un falleret”. Me pone enferma. La próxima vez que me lo digan, no respondo de
mis actos. Le echaré la culpa a las hormonas. Avisados quedan.
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