Coincidiendo
con el cambio de estación, se apodera de mí el espíritu del orden y me empleo a
fondo durante varias tardes en arreglar cajones, tirar potingues caducados y
hacer hueco en los armarios con el fin de seguir acumulando trastos que volveré
a desechar al año siguiente. Alguna vez también ordeno la música y las fotos
del ordenador, pero nunca hasta ahora había hecho limpieza de libros. Si te
gusta leer y además permaneces fiel a la tinta y al papel sin rendirte a las
ventajas del libro electrónico, es fácil sufrir graves problemas de
almacenamiento literario. Elegir esos libros que permanecen vírgenes en la
estantería y tirarlos a la basura no es una opción. Abandonar un libro en el
contenedor, por malo que este sea, me parece un sacrilegio o un asesinato.
El
problema de los que leemos asiduamente es que dos o tres veces al año, algún
amigo, con buena intención, te regala un libro que le encantó y que no te
interesa en absoluto o te pide que leas la novelita que ha escrito su cuñada o
su abuelo para que les des tu opinión. En esos casos, hay que dar largas con
sutileza hasta que se olvida el asunto. Pero el libro objeto del presente
permanece en tu casa ocupando un espacio precioso. En esta primera depuración,
he retirado varios premios de una editorial patria que hace ya bastante que
dejaron de fallarse en base a la calidad, algunos libros heredados de mi abuela
con aroma a polillas y algún otro que clasifico en la sección de bodrios. De
entre todos ellos, he decidido guardar uno por lo extravagante de su temática,
“Hurones sanos y felices”. No sé cómo ha acabado en mi biblioteca porque nunca
he tenido un hurón ni pienso tenerlo, pero me fascina que este allí entre
Ellroy y Auster. Con semejante título, no podía sucumbir a la higiene
literaria.
Publicado en Las Provincias el 12/12/14
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