Las
vacaciones son un paréntesis de dulce anestesia vital donde el tiempo
transcurre a una velocidad distinta. Los días se estiran, acompañados por la
luz del solsticio de verano mientras que las noches salpicadas por el vino y el
salitre se hacen breves y amenazan con no ser suficiente para vengarse del
áspero invierno. Los colores también se transforman durante el periodo
vacacional, el azul se convierte en marino o turquesa, el verde en pistacho o
esmeralda, el negro se torna en blanco y el rosa se vuelve coral. Los niños
ensanchan su felicidad mediante ese salvajismo que solo permite el verano y los
adultos aletargan sus preocupaciones durante unas semanas. Lo malo parece menos
malo en los días de fiesta. Las últimas jornadas de agosto anuncian que en septiembre
todo vuelve a empezar. Con la apertura del curso, los que ya abandonamos las
aulas nos hacemos propósitos que no cumpliremos, pero que nos brindan energía
extra para lo que viene.
Entonces,
cuando aún no has alcanzado la primera quincena, te das cuenta de que no es
verdad, de que el desasosiego que se quedó adormecido hace menos de un mes,
sigue ahí y no ha cogido vacaciones. Tu cuñada sigue sin encontrar trabajo, el
cáncer de tu amigo continúa avanzando implacable y la ausencia que dejó tu
padre no remite. Los colores también olvidan su alegría y pierden intensidad
derivando en ocres, granates y sobre todo grises y marrones. Marrones de todo
tipo y condición. El negro vuelve a recuperar su cetro y la realidad se instala
de nuevo como si el verano nunca hubiera existido. Las fotos de viajes que
colgamos en Facebook e Instagram se van desdibujando hasta adquirir un aspecto
naif que nos grita que por muchos filtros que queramos ponerle, la vida no
acepta maquillajes ni tamices.
Publicado en Las Provincias el 05/09/2014
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