Soy
infiel siempre que puedo. A la menor oportunidad, me olvido de lo que nos unió
y me echo en los brazos de otra. No les guardo ninguna lealtad y no tengo
ningún remordimiento al sustituirlas. Las marcas, en mi opinión, no merecen la devoción
ni la constancia que algunos le profesan. Nunca gasto dos veces seguidas la
misma crema, cambio a menudo de detergente y no he tenido dos móviles del mismo
fabricante. Como ocurre en las parejas, mi infidelidad, a veces, es por simple
aburrimiento, otras por despecho y en alguna ocasión porque me dejo seducir por
algún otro producto. Mi traición no sigue ningún patrón. Puedo decidirme por
una nueva marca fijándome solo en su precio, en su calidad, en sus componentes
o en su lugar de fabricación. Lo hago conscientemente. Ya que ellas me mienten
diciendo que mis arrugas desaparecerán en quinces días, mi ropa quedará
impoluta y mi conexión a Internet será rápida como el rayo, no veo nada de malo
en abandonarlas y reemplazarlas por otras que me susurrarán nuevas mentiras.
Desconfío
de cualquier táctica comercial. Conmigo no valen tarjetas de fidelización,
descuentos de hasta el 70% ni ofertas del día. Cuando por fin se me acaba la
permanencia, me dejo agasajar por otra compañía que no tardará en traicionar
mis expectativas y dejar sin cubrir mis necesidades. Un desengaño más a estas
alturas ya no duele. Con el tiempo he aprendido a sospechar de todas ellas.
Como no es posible escapar de las garras del consumismo, me consuelo ejerciendo
la poca libertad de actuación que me dejan. Hay una excepción. A las frutas y
verduras de bajo de casa, a la pescadería del barrio y al quiosco de la esquina
les guardo fidelidad absoluta. Ellos sí que saben tratarme como a una mujer, o
al menos, como a un ser humano.
Publicado en Las Provincias el 12/09/2014
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