‘Muertos de hambre’ es
el título de un vídeo que circula estos días por la Red en el que dos actores
tratan de explicar el significado de ser artista y la importancia que el cine,
la literatura o la música tienen en la sociedad. Mientras lo veía, me
acordé de un chico con el que salí cuando tenía 18 años. El chaval, que era un
encanto, pertenecía a una familia acomodada que rezumaba pasta gracias a la
empresa fundada por su abuelo. Un día, coincidimos con su padre y me lo
presentó. Antes de despedirnos, el hombre me hizo una pregunta en tono de
desprecio con la que resumió su filosofía vital. “Y tú, ¿para qué estudias
periodismo? ¿Para morirte de hambre?”. Solo le faltó escupir al suelo. Desde la
inconsistencia de aquella tierna edad no supe qué contestarle. Me di media
vuelta y me fui a casa sintiéndome pequeña, diminuta. Para él, yo no valía
nada porque no tenía apellido compuesto ni un futuro en el mundo de las
finanzas o la construcción.
Han pasado 16 años y
excepto durante un par de meses al poco de acabar la Universidad, siempre he
trabajado de periodista y he tenido para comer, alquilarme un piso, comprarme
un coche e incluso viajar por varios continentes. Uno cuando se decide por esta
carrera asume que no se hará rico y que currará más horas que lo que establece
la ley. A cambio, si tienes inoculado el virus del Periodismo, este te ofrece
maravillosas recompensas. Es cierto que la profesión no pasa por su mejor
momento, pero yo no la cambiaba por ningún puesto directivo en el mejor de los
Bancos. Por cierto, la empresa del padre de mi noviete de juventud cerró hace
unos meses. Tuvieron que malvender el velero y el chalet de Jávea para pagar
las deudas. Espero que a pesar de ello, nunca nadie le haga sentirse como
un muerto de hambre.
Publicado en Las Provincias el 19/9/2014
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