Los grupos e
intérpretes con los que uno alimenta sus gustos musicales durante la
adolescencia terminan siendo parte importante de ese ADN cultural formado por
obras que se clavan a fuego en esa época de despertares. Aunque años más tarde
reniegues de aquel estilo musical, esas canciones son la banda sonora que
acompañan la excitación de los primeros besos o el recuerdo de noches etílicas.
Nunca se olvidan. El grupo que escuchábamos una y otra vez en la soledad del
cuarto o con la pandilla en los botellones fue en mi caso, y en el de muchos de
mi generación, Extremoduro. Una banda de rock español con cierto sabor macarra
y callejero cuyas letras acerca del amor, la vida y el fracaso escritas con
lirismo y aspereza fueron perfilando nuestra manera de entender el mundo.
Veinte años más tarde,
la banda extremeña no ha perdido ni un gramo de autenticidad y su música sigue
desatando las mismas pasiones que entonces. El pasado viernes me embargó una
emoción propia de la pubertad que me duró todo el día y parte de la noche ante
el concierto que dieron en Valencia. Quince mil personas atravesamos ese puente
reservado a los bólidos de la Fórmula 1, símbolo vergonzoso del dispendio de
entonces, para dirigirnos al recinto custodiado por un monumental escenario
formado por contenedores portuarios que como un templo pagano cortaba la
silueta de la noche. Gritamos, saltamos, vibramos y cantamos canciones que
creímos olvidadas, con el aroma agrio de la cerveza y el asfalto y como el
himno de un bando derrotado, renovamos
nuestros votos confirmando que veinte años después, preferimos seguir siendo indios a importantes abogados. El 25 veré a los Rolling Stones en el Bernabeu y
dudo mucho que la piel se me erice como lo hizo el pasado viernes con
Extremoduro.
Publicado en Las Provincias el 13/06/2014
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