Cuando
el albañil acabó de instalar la reja, miré a través de la ventana y sentí una
inmensa pena al contemplar el campo de olivos contiguo a nuestra casa a través
del frío acero de los barrotes. Blindar todas las aberturas al exterior con
unas verjas que dificulten el acceso ha sido la única solución que nos ha
quedado después de que los cacos entraran a robar por cuarta vez en un año en
la casita que tiene mi familia en la playa. Es el precio que hay que pagar por
vivir apartado del urbanismo salvaje. No tienes que soportar el ruido de
coches, niños ni vecinos, pero a cambio, se multiplican las posibilidades de
que asalten la residencia que te sirve de paraíso particular a pesar de que no
haya nada de valor en su interior.
El
uso de los barrotes, inventados en la antigüedad con el fin de encerrar a
personas o animales para evitar que saliesen del espacio enrejado, ha derivado
en un elemento de protección y seguridad frente al temor y desconfianza que nos
producen los otros. Hoy muchas de esas rejas de hierro han dado paso a otras
barreras de aspecto menos agresivo y más adecuadas a este tiempo de corrección
política. Se camuflan bajo parabanes hechos con materiales resistentes,
cristales de doble espesor y cubículos trasparentes e infranqueables. Las
encontramos en bancos, en algunos comercios e incluso en los taxis. En los
parques zoológicos se disfrazan de fosos, pedruscos y casuales zonas acuáticas,
pero a pesar de su semblante inofensivo, siguen cumpliendo un papel de
reclusión. Hay rejas visibles y otras invisibles, las que creamos nosotros
mismos, todas acaban arrinconándonos y deshumanizándonos. Cuando vuelva a la
casa de la playa, habrán terminado de colocar el resto de los barrotes. Va a
ser muy duro mirar al mar entre las rejas.
Publicado en Las Provincias el 20/06/2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario