viernes, 20 de junio de 2014

VIVIR ENTRE REJAS


Cuando el albañil acabó de instalar la reja, miré a través de la ventana y sentí una inmensa pena al contemplar el campo de olivos contiguo a nuestra casa a través del frío acero de los barrotes. Blindar todas las aberturas al exterior con unas verjas que dificulten el acceso ha sido la única solución que nos ha quedado después de que los cacos entraran a robar por cuarta vez en un año en la casita que tiene mi familia en la playa. Es el precio que hay que pagar por vivir apartado del urbanismo salvaje. No tienes que soportar el ruido de coches, niños ni vecinos, pero a cambio, se multiplican las posibilidades de que asalten la residencia que te sirve de paraíso particular a pesar de que no haya nada de valor en su interior.
El uso de los barrotes, inventados en la antigüedad con el fin de encerrar a personas o animales para evitar que saliesen del espacio enrejado, ha derivado en un elemento de protección y seguridad frente al temor y desconfianza que nos producen los otros. Hoy muchas de esas rejas de hierro han dado paso a otras barreras de aspecto menos agresivo y más adecuadas a este tiempo de corrección política. Se camuflan bajo parabanes hechos con materiales resistentes, cristales de doble espesor y cubículos trasparentes e infranqueables.  Las encontramos en bancos, en algunos comercios e incluso en los taxis. En los parques zoológicos se disfrazan de fosos, pedruscos y casuales zonas acuáticas, pero a pesar de su semblante inofensivo, siguen cumpliendo un papel de reclusión. Hay rejas visibles y otras invisibles, las que creamos nosotros mismos, todas acaban arrinconándonos y deshumanizándonos. Cuando vuelva a la casa de la playa, habrán terminado de colocar el resto de los barrotes. Va a ser muy duro mirar al mar entre  las rejas.   
Publicado en Las Provincias el 20/06/2014


No hay comentarios:

Publicar un comentario