Nos guste o no, la
vida de una mujer está ligada ad
eternum a tres personas sin
las que nuestra existencia sería algo más ardua. No hablo de la madre, la amiga
íntima o la pareja. Insustituibles, sobre todo las dos primeras. Me refiero a
esos profesionales que por unos u otros motivos se tornan indispensables. Una
mujer puede vivir perfectamente sin mantener una relación cercana y duradera
con su mecánico, su carnicero o su psicólogo, pero jamás podrá tener una vida
apacible sin las visitas regulares a su ginecólogo, su esteticista y su
peluquero. Son la Santísima trinidad de la subsistencia femenina. Del
imprescindible trío, un peluquero con el que conectes es, sin duda, el más
difícil de encontrar.
Conozco a pocas
mujeres que estén contentas con su pelo. Las rubias quieren ser morenas, las de
pelo rizado se mueren por lucir melena de Pocahontas mientras que las de
cabello lacio desean el rizo y volumen del rey de pop en los JacksonFive. Una señorita podrá cambiar de novio, de gimnasio o de crema
hidratante cuantas veces quiera, pero si encuentra un peluquero que la
entienda, le jurará fidelidad eterna. No es nada raro pedirle a tu peluquero un
cambio de look radical tras una ruptura amorosa creyendo que cambiando de pelo,
cambiaremos de vida. “Toñi, mi novio me ha dejado. Hazme el ultimo peinado de
Rihanna”. Si es una buena profesional, tratará de disuadirte en esos momentos
de enajenación mental. En mis tres últimas visitas, y sin desengaño sentimental
de por medio, le pedí a la mía el corte de Scarlett Johansson, el de Keira Knightley y el de Michelle Williams. Hizo su trabajo a la perfección, pero algo
falló porqué en lugar del aire francés de Jean Seberg en “Al final de la
escapada”, me parezco más a Eva Hache. Menos mal que el pelo crece.
Publicado en Las Provincias el 6/6/2014
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