La
relación que uno mantiene con sus progenitores a lo largo de su vida va
variando y atraviesa fases de amor incondicional y armoniosa cordialidad a las
que suceden momentos de insubordinación, desobediencia y rebeldía. Con los años
te das cuenta de que, a pesar de las diferencias que os alejaron en el pasado,
los padres son el refugio al que siempre puedes volver, pase lo que pase y
hagas lo que hagas. Padres hay de todo tipo y condición, están los
despreocupados y los miedosos, los pasotas y los pesados, los que te siguen
tratando como a un crío y los que consideran que ahora eres tú el que debes
hacerte cargo de ellos. Sea como sea, al 90% les une una característica común.
Una vez emancipado, cuando les llamas para ir a comer, te organizan un banquete
que supera cualquier bacanal romana.
En
los padres persiste la reminiscencia de un gen cavernícola que lucha por la
supervivencia de la prole y que provoca que cuando vamos de visita nos ceben
como al gorrino antes de la matanza. Para ellos, abandonar el nido es sinónimo
de pasar hambre. Por eso, una comida de domingo con los padres puede llegar a
competir en número de platos con el menú de degustación del extinto El Bulli.
Antes de la propia comida, un aperitivo al que siguen ensaladas y algunos
platos más con la última receta de tu madre o el último descubrimiento de tu
padre. De primero, algo ligero, un cocido, un arroz con acelgas, unos canelones
y por si te quedas con hambre, un poco de fiambre y tres piezas de fruta, que
seguro que nunca comes por la pereza de pelarla, frase indispensable en toda
comida familiar. Aunque lo mejor ocurre a continuación, una columna de fiambreras
te espera a la salida para solucionarte la semana y recordarte que como en
casa, no se está en ningún sitio.
Publicado en Las Provincias el 14/03/2014
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