“La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa? Los suspiros
se escapan de su boca de fresa”. Hace ya tiempo que no puedo recitar de memoria
la Sonatina de Rubén Darío, pero durante mi infancia, los versos del poeta
alimentaron mi incipiente imaginación gracias al tesón de mi abuela Lola, una
mujer apasionada por la literatura y la poesía. En esas tardes en las que
leíamos la historia de la lánguida princesita, yo me preguntaba el porqué de
esa melancolía que la arrastraba hacia las profundidades a pesar de vivir en un
palacio al lado de bufones y cisnes y ruecas de plata. Entonces no entendía que
la ausencia de un caballero, por mucho que cabalgase a lomos de un caballo
alado, constituía la razón de su apatía.
Las princesas se convierten en modelo
y referencia durante los albores de la niñez femenina. Nos deslumbraba su
belleza, sufríamos por sus desvelos y soñábamos que éramos como ellas. Años más
tarde nos daríamos cuenta de la cruda realidad, las princesas son ingenuas,
presumidas y bastante idiotas por esperar que un apuesto joven las rescate del
abismo. Aun así, nunca pensamos que esa ingenuidad llegara tan lejos como para
firmar documentos cuyo contenido desconocían ni para mostrar una confianza
ciega hacia los turbios asuntos del amado consorte. Ahora que el cuento de las
princesas se desvanece, ¿a qué arquetipos se encomendarán las niñas del
presente? ¿Hacia dónde se dirigirán sus delirios? Con la caída del mito, el
imaginario colectivo infantil se tambalea y quizás sea para bien. Ojalá, a
partir de ahora, en el ideal de mujer con que fantasean las niñas primen otras
cualidades. Con un poco de suerte, la honradez, el esfuerzo y la integridad desterrarán
para siempre a la dulzura y candidez de las heroínas soñadas de antaño.
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