Estreno
mis 33 primaveras con un regalazo de mi madre, una máquina de escribir
Remington de 1915 que ya ocupa un lugar destacado en el salón. Al día siguiente
me visita una amiga con su hijo de 8 años y mientras les enseño orgullosa el presente,
el niño me pregunta para qué sirve. Al tiempo que el pequeño aporrea las
teclas, le observo de reojo entre embelesada por el sonido metálico del teclado
y mosqueada por si destroza de un manotazo 98 años de historia. Intento
explicarle que antiguamente era la herramienta que se utilizaba para escribir y
que fue un adelanto frente a la escritura manual, pero al chaval pronto deja de
interesarle y vuelve a su consola portátil no sin antes sentenciar que si tengo
ordenador, no sabe para qué necesito esa antigualla.
Para
los niños no existe pasado ni futuro, viven exclusivamente el presente, así que
no trato de hacerle comprender que lo que encierra mi máquina de escribir va
mucho más allá de la mera utilidad. Que ese amasijo de tinta y metal me sirve para
imaginar innumerables historias que imprimieron sus teclas: relatos de guerras
mundiales, cracks bursátiles, asesinatos de presidentes, traiciones familiares,
crisis nacionales y escándalos políticos. Mi mente también dibuja escenas
en la que Miss Remington anuncia alegrías, redacta mensajes de esperanza y
certifica algún que otro sueño. Ha sido el instrumento de trabajo de periodistas
y corresponsales y escritores como Faulkner, Agatha Christie, Kipling, Orwell o
Lovecraft utilizaron la Remington como prolongación de sus dedos y su
imaginación. Imposible hacerle
entender a un niño que para descifrar el hoy es importante conocer las raíces y
que además, probablemente él no estaría jugando a su consola si no fuera porque
antes existió mi Remington nº 11.
Publicado en Las Provincias el 22/11/2013
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