viernes, 22 de noviembre de 2013

REMINGTON, 1915

Estreno mis 33 primaveras con un regalazo de mi madre, una máquina de escribir Remington de 1915 que ya ocupa un lugar destacado en el salón. Al día siguiente me visita una amiga con su hijo de 8 años y mientras les enseño orgullosa el presente, el niño me pregunta para qué sirve. Al tiempo que el pequeño aporrea las teclas, le observo de reojo entre embelesada por el sonido metálico del teclado y mosqueada por si destroza de un manotazo 98 años de historia. Intento explicarle que antiguamente era la herramienta que se utilizaba para escribir y que fue un adelanto frente a la escritura manual, pero al chaval pronto deja de interesarle y vuelve a su consola portátil no sin antes sentenciar que si tengo ordenador, no sabe para qué necesito esa antigualla.


Para los niños no existe pasado ni futuro, viven exclusivamente el presente, así que no trato de hacerle comprender que lo que encierra mi máquina de escribir va mucho más allá de la mera utilidad. Que ese amasijo de tinta y metal me sirve para imaginar innumerables historias que imprimieron sus teclas: relatos de guerras mundiales, cracks bursátiles, asesinatos de presidentes, traiciones familiares, crisis nacionales y escándalos políticos.  Mi mente también dibuja escenas en la que Miss Remington anuncia alegrías, redacta mensajes de esperanza y certifica algún que otro sueño. Ha sido el instrumento de trabajo de periodistas y corresponsales y escritores como Faulkner, Agatha Christie, Kipling, Orwell o Lovecraft utilizaron la Remington como prolongación de sus dedos y su imaginación. Imposible hacerle entender a un niño que para descifrar el hoy es importante conocer las raíces y que además, probablemente él no estaría jugando a su consola si no fuera porque antes existió mi Remington nº 11.


Publicado en Las Provincias el 22/11/2013


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