En la
vida hay veces que te topas con situaciones humillantes y vergonzosas a las
que no hay más remedio que hacer frente.
Para preservar su intimidad, la llamaré Azucena. Mi amiga sufre ese trastorno
tan habitual padecido por muchas mujeres, que consiste en que el tránsito
intestinal no funciona con la regularidad óptima. Después de 9 días con parada
técnica, se fue a Urgencias. Tras la espera de rigor, las enfermeras la
hicieron pasar al especialista. No era la primera vez que acudía al hospital a
causa de esta afección, por lo que ya sabía las palabras exactas a las que
debía recurrir para tratar el asunto con la mayor delicadeza. Al entrar el
médico en la consulta, mi amiga casi se cae de la silla. Lo que tenía ante sí
no era el abuelo sesentón con rictus serio que esperaba que la examinase, lo
que atravesó la puerta era en sus propias palabras “el doctor más
impresionantemente guapo, joven y encantador que existe en la sanidad pública y
privada. Y además, argentino”.
Una
vez superada la vergüenza inicial causada por el deslumbramiento del adonis,
Azucena le explicó su problema. El doctor le formuló las preguntas pertinentes
con ese acento porteño que tanto gusta a las mujeres y tras hacerle placas y
ver los resultados, le anunció esas dos
palabras que nunca deberían ir juntas en una misma frase y menos dichas por
boca de un atractivo médico de 30 años con los ojos verdes más bonitos de
Hispanoamérica: tacto rectal. Mi amiga después de ponerse de todos
colores de la gama cromática de Pantone, obedeció sumisa al requerimiento. Al
abandonar el hospital con su dignidad por el subsuelo, les echó una mirada de
odio infinito a las enfermeras de triage que, con tan poco tacto, habían sido partícipes del escarnio al dejarle en manos del
apuesto Publicado en Las Provincias el 15/11/2013
doctor.
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