Septiembre
es mi mes preferido. Tras el ajetreo del verano, asoma septiembre para
anunciar, tímido los primeros días y descarado los últimos, que al otoño le
queda muy poco para instalarse entre nosotros. Septiembre huele a libros de
textos nuevos y a goma de borrar recién estrenada, a los nervios del primer día
en el aula y a la emoción infantil de reencontrarte con los compañeros.
Septiembre hay que pasarlo cerca del mar, porque es cuando más bonito luce. Algún elemento imperceptible de la naturaleza
varía y lo dota de un color plúmbeo y nostálgico, de un aroma y de una fuerza
que no tiene el resto de meses. Mientras algunos maldicen septiembre por lo que
supone de regreso a la rutina y a la cruda realidad, a mí me parece que
septiembre es como un domingo. Puede parecer el día más aburrido de la semana o
convertirse en el mejor, con sus apacibles paseos, su lectura de prensa sin
prisas, su cine en versión original y su cena improvisada. Para mí el año
empieza en septiembre, no en enero.
Mientras
los días se acortan y las noches se estiran, puedo volver a soltar a mi perro
por la playa, a envolverme entre las sábanas mientras el viento se cuela en mi
dormitorio y de nuevo, puedo poner en marcha todos esos planes que se me
quedaron en el tintero y que probablemente seguiré sin llevar a cabo el
septiembre próximo. Imagino que no pensará lo mismo de este mes el estudiante
al que le hayan denegado la beca para la Universidad, los padres que no puedan
pagar el material escolar de sus hijos o el señor que siga de vacaciones
forzadas. Para ellos, septiembre es solo una continuación del infierno que les
acompaña desde hace varios otoños. Qué pena que también con septiembre vuelvan
los políticos a la vida pública y arruinen así el mejor mes del año.
Publicado en Las Provincias el 6/09/2013
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