viernes, 1 de febrero de 2013

MIS ÚLTIMAS SARDINILLAS EN ACEITE


Hay ciertas cosas que deberían estar prohibidas por ley. O al menos, ser proscritas para aquellos a los que la madre naturaleza nos ha dotado de una torpeza cuyos principales perjudicados somos nosotros mismos y, en ocasiones, los que tenemos cerca.  Dada mi habilidad para mancharme, hace ya mucho tiempo que dejé de practicar esa costumbre tan femenina de intercambiar ropa. Pero por culpa de uno de esos planes que surgen espontáneamente y por la manía que tenemos de vernos monas, una amiga me prestó para salir el pasado sábado unas botas de ante de color claro. En ese momento no lo pensé y seguramente ella que me conoce bien, tampoco cayó en la cuenta de que la combinación ante y beis es letal para mí.
La noche fue tranquila y llegué a casa de mi chico inmaculada. Al día siguiente, sin calzado de repuesto, volví a ponerme las botas y decidí abrir una lata de sardinillas en aceite. A la tercera sardinilla, dos densas gotas de aceite se escurrieron del tenedor con tan mala suerte de que cayeron sobre una de las botas.  Empecé a sudar, busqué en Google remedios caseros y a falta de polvos de talco, le eché maizena. Las cepillé y froté hasta que me dolieron los bíceps, pero la huella del maldito aperitivo seguía allí. Hice lo que se hace en estos casos, una llamada desesperada de socorro a mi madre a la que llevé el calzado a la velocidad del rayo, pero los superpoderes maternos tampoco fueron suficientes. He tenido pesadillas con la dichosa mancha toda la semana. Para enmendar mi error, fui a comprarle unas botas nuevas a mi amiga antes de confesarle el desafortunado accidente. La lata de sardinillas me ha costado 60 euros. He jurado no volver a probarlas nunca más.   
Mis sardiniilas eran más cutres, eran de Hacendado.

Publicado en Las Provincias el 01/02/2013

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