La nevera, ese electrodoméstico
aparentemente anodino que reina en nuestra cocina, puede llegar a decir muchas
cosas de uno. Incluso la gente que odia
cocinar y sobrevive a base de pizzas congeladas, necesita el frigorífico para
guardar los pocos víveres que les permitan subsistir. Uno puede hacerse una
idea bastante aproximada de cómo es una persona al examinar lo que esconde el
interior del aparato. Al abrir la aséptica puerta que divide el mundo normal
del mundo refrigerado, la lucecilla encargada de iluminar los alimentos cual
astro rey, ofrece un reflejo fidedigno de nuestro estilo de vida, de nuestra capacidad económica y de nuestras
manías. Tengo una amiga que cada vez que tiene nuevo ligue, se dedica a espiar su
nevera y no suele errar en su veredicto. “Esto no tiene ningún futuro. Sólo
pechugas de pollo, zumos sin azúcar y brotes de soja”, me dijo la última vez.
Según su clasificación, si el
interior está habitado solamente por cervezas, vino, tónicas y un trozo de queso caducado,
probablemente no funcione porque es demasiado golfo; pero si no hay nada de alcohol, tampoco le
acaba de convencer por considerarlo demasiado serio; si está repleta de tuppers de su madre, debe ser un niño mimado y tendría que aguantar
a una suegra insoportable; si está llena de comida, debe ser un tragón y como ella
también es de buen comer, prefiere dejarlo antes de ponerse como una foca; si
por el contrario hay eco en su nevera, cree que le importa muy poco el nido y
no será un buen compañero si la cosa prospera. Según mi amiga, la nevera perfecta no existe,
pero ella sigue buscando alguna que por lo menos se aproxime a su ideal de
frigorías. Sigue soltera, por si había
alguna duda.
Publicado en Las Provincias el 7/12/12
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