Lo reconozco, tenía miedo antes
de llegar. Pensé en poner una excusa a
mis amigos y quedarme todo el fin de semana trabajando con el aire
acondicionado de la oficina a tope, sin tener que aguantar colas
kilométricas, chiquillos que rozan el
coma etílico, efluvios a orinal gigante y temperaturas abrasivas. Pero habíamos
planeado esos días desde febrero, así que me armé de valor y de paciencia para
poder aguantar lo que nos echaran e imaginándome lo peor. Me enfrentaba a mi
primer festival de música. Lo hacía atemorizada y pensando que ya se nos había
pasado el arroz para macro acontecimientos de este tipo enfocados a chavales
que soportan una semana entera durmiendo una media de cuatro horas diarias en
un multitudinario camping.
Pero no, señores. Mis amigos y yo
resistimos estoicos los tres días gordos del festival y además nos fuimos de
allí con un excelente sabor de boca. Puede que no seamos tan viejunos como pensábamos. Vibramos con los grupos que fuimos a ver,
descubrimos a muchos otros que ya forman parte de nuestra banda sonora vital, conocimos
a gente interesante, nos hicimos fotos con los músicos en plan groupies y sobre
todo, nos fuimos de allí con la idea de que repetiremos. Eso sí, con las mismas
condiciones. Esto es, zona VIP para descansar entre concierto y concierto y
apartamento para dormir como Dios manda, que una no tiene remilgos para hacer
pis entre dos coches, pero ya no cuenta con la energía suficiente para sentarse
en el suelo durante horas ni para meterse en una tienda de campaña a las seis
de la madrugada mientras los veinteañeros de la tienda de al lado continúan la
fiesta y te impiden pegar ojo. Perroflauta, sí, pero con categoría.
Publicado en Las Provincias el 17/08/2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario