Cuando llegaba una chica nueva a
la urbanización, la parte masculina de la pandilla no tardaba en encender el
escáner y examinar a la susodicha para dictar veredicto. Ese verano apareció
por allí una hembra de esas de mirada felina, melena rubia, pechos generosos y
artificiales, short blanco ceñido por el que asomaban unas piernas bien
formadas y el paso firme de las que saben que son objeto de miradas furtivas.
Ellos la bautizaron como “la ocho y medio”, tal fue el resultado de su
evaluación. Para nosotras no era para tanto. Nunca les dirigió la palabra, por
cierto.
Han pasado seis años desde ese
notable alto. Hace unos días bajé al
parque de la misma urbanización a acompañar a una amiga a que su retoño brincara
entre los columpios. Mientras observábamos a la pequeña deslizarse por el
tobogán, apareció una madre con sus dos hijos. Era de esa especie de madres
histéricas que no dejan a sus cachorros solos ni un segundo para que hagan el
cafre. Mi amiga me comentó que coincidía con ella todas las tardes y que
pensaba que era aquella jaca por la que nuestros amigos suspiraban. “No puede
ser” le dije. Me fijé bien. Su cuerpo había ensanchado notablemente, su melena
había dejado paso a un corte de pelo sin gracia y escondía sus nuevas curvas
bajo un vestidito color camel que le cubría por encima de la rodilla. Después
de observarla con disimulo, vi un atisbo de aquella mirada que ahora había dejado
paso a otra más terrenal y me di cuenta de que si que era ella. “Uf, qué duro bajar
tantos puntos en tan pocos años. Ahora es un cinco y medio” le dije a mi amiga.
“Yo más bien diría aprobado justo” expuso maliciosa mi comadre. Creo que los
chicos de la pandilla le habrían suspendido.
Publicado en Las Provincias el 24/08/2012
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