“Abuelita,
¿qué es una sala de cine?”. “Pues verás cariño, eran lugares públicos donde se
proyectaban películas de estreno en una pantalla gigante. Cuando yo era joven
solíamos ir una o dos veces por semana. Eran sitios mágicos dónde evadirte y
viajar a otras historias y otras vidas”. Ojalá que no, pero sospecho que
dentro de 40 años esta podría ser una conversación habitual entre cualquier
persona de mi generación y algún nieto curioso. Si con la eclosión de Internet,
la piratería y los estratosféricos precios de las entradas, las salas de cine
ya estaban heridas de muerte, ahora se ha acabado de rematarlas con esa subida
del IVA que escala de un 8 al 21%. Por ahora el Gobierno no se ha
atrevido a tocar el pan, pero sí el circo. Deben sospechar que si empiezan a
jugar con las cosas de comer, podría morir devorados por las masas famélicas.
Empiezo
a escuchar los primeros comentarios de algunos amigos que afirman que ya no
volverán al cine. Cuándo esa actitud se generalice y seamos una minoría los que
todavía nos adentremos en la oscuridad del recinto, las salas irán
desapareciendo poco a poco y terminarán siendo solo un recuerdo como el de esos
Teleclubs de la España de los 60. Lejos de profecías apocalípticas, estoy
segura de que el cierre de las salas no significará el final del cine.
Seguiremos consumiendo películas, pero lo haremos de otra forma. Ya
existen otras vías de distribución y exhibición, más rentables para autores y
productores y más baratas para el espectador. Habrá cine, pero se perderá el
encanto que envuelve ese rito sagrado de los domingos por la tarde. El fundido
a negro y el The End en una pantalla de televisión nunca serán lo mismo.
Desolador.
Publicado en Las Provincias el 20/07/2012
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