Cuando una llega a una edad, ya no aguanta de los hombres ciertas
cosas que quizá la ingenuidad e inexperiencia del pasado hicieron que pasásemos
por alto. Sin embargo, quien me iba a decir, que a mis 31 años, le esperaría de
pie durante hora y cuarto a que estuviese listo, que aguantaría durante
cuatro horas sin ir al baño, que sufriría paciente casi 20 minutos de cola para
beberme una cerveza en un mísero vaso de plástico y resistiría estoica el
efluvio de los cuerpos sudados de cuantos me rodeaban. Eso solo se hace por
alguien al que profesas una pasión incondicional. El caballero por el que me
dejé maltratar así se llama Joaquín Sabina, de profesión cantante, canalla
oficial y mujeriego confeso.
El pasado martes volví a primera fila para escuchar los versos de
este hombre cuyas canciones me atraparon hace ya mucho tiempo. Fue mi sexto
concierto, y como siempre, a mi lado estuvo otra fan absoluta, mi madre. Las
dos, como buenas groupies, volvimos a darlo todo. En esta ocasión le
acompañaba su primo Joan Manuel Serrat, en un espectáculo de tres horas de
duración que les sitúa en el podio de los sesentones con más marcha del
panorama musical español. La química de ambos en el escenario supera al mejor
dúo artístico que se imaginen, las espectaculares animaciones de las gigantescas
pantallas traseras y el excelente repertorio seleccionado bien valieron los 43 eurazos
de la entrada. Lloré con “Mediterráneo”, salté con “La del pirata cojo” y
me estremecí con la letra de “Y sin embargo”. Al día siguiente, el
sueño que me robaron estos dos pajarracos se batía en duelo con mi dolor de
cuello y mi afonía. Es el precio que pagamos los fans a cambio de una noche
mágica.
Publicado en Las Provincias el 06/07/2012
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