viernes, 17 de febrero de 2012

LA NOCHE Y LA CASPA

Como le ocurre a la mayoría de gente respetable, mis salidas nocturnas se han reducido progresivamente en los últimos años, o al menos han mutado en lo que a morfología y duración se refieren. Ya no cierro los bares como hacía antes ni le doy la bienvenida al día ataviada con rímel y tacones, sin embargo ahora exprimo más la noche y no desperdicio la mañana intentando recuperarme. En la actualidad disfruto de opíparas cenas con amigos, de sugestivas conversaciones al calor de una copa en algún garito tranquilo y muy de vez en cuando, todavía cae alguna de esas noches locas en las que el grupo de amigas al completo terminamos adueñándonos de la pista de baile.



Hace unas semanas salía de una cena multitudinaria de mi antigua empresa. Cuando prácticamente todo el mundo se hubo retirado, una amiga me rogó que la acompañara a una conocida discoteca para ver al tío con el que tontea desde hace meses. Lo que más me apetecía era meterme en la cama, sola por cierto, pero en un generoso acto de amistad, decidí acompañarla, no sin antes hacerle prometer que nos tomaríamos una sola copa y nos marcharíamos. Quizá fue la falta de entrenamiento (y de alcohol), pero la impresión que me causó la flora y la fauna noctívaga fue absolutamente desesperanzadora. Toneladas de silicona estuvieron a punto de sepultarnos a mi amiga y a mí mientras una especie de zombis con camisetas apretadas y requemados por los rayos UVA contemplaban absortos el contorneo de las que consideran semidiosas, gogós que se contorneaban al ritmo de una música que estoy segura ha sido utilizada para torturar presos en Guantánamo. ¿Soy yo que me he hecho mayor o el ambiente noctámbulo siempre fue así de casposo?

Publicado en Las Provincias el 17/02/2012

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