domingo, 4 de diciembre de 2011

LÁPIZ Y TINTA

Hace unos días, mientras un amigo me enseñaba los dibujos con que cada noche llena su cuaderno, reviví una sensación maravillosa que había permanecido escondida en un lejano rincón de donde quiera que se almacenen los recuerdos de la infancia. Le preguntaba qué tipo de rotuladores utilizaba para realizar sus dibujos. Hablamos de lo estupendo que es encontrar un bolígrafo con el que te sientas cómodo, ya sea para escribir o dibujar. Dar con uno de ellos es convertirlo en la prolongación perfecta de tus dedos y de tu inspiración. No hace falta gastarse una pasta en el boli, de hecho, a veces sucede que aquello con que plasmas y anotas tus pensamientos es un bolígrafo vulgar, uno de esos que te regalan en la tienda de la esquina, uno más. Y sin embargo cuando la punta roza el papel, se produce un efecto, que para los que nos gusta escribir, es mágico.

Mientras disertábamos sobre tan apasionante tema, rememoré la magnífica sensación que me produjo cuando era niña el pasar de escribir de lápiz a bolígrafo. No recuerdo a qué edad se produce ese salto, pero sí que fui una de las primeras de la clase en ser merecedora de ese instrumento y lo que ello representaba. Que te dieran el boli significaba dejar atrás una etapa de tu vida y adentrarte en una nueva en la que ya no requerías de esa goma que borraba tus frecuentes errores. Era una enorme responsabilidad. Dentro de unos años, las pantallas táctiles habrán desbancado definitivamente la tinta y el papel y los niños no conocerán esa hermosa sensación. Tampoco sabrán nunca lo que es borrar una pizarra ni podrán reírse del profesor que absorto en la lección se mancha la chaqueta de tiza. Pobrecitos.

 Publicado en Las Provincias el 2/12/11

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