domingo, 16 de octubre de 2011

A QUIEN MADRUGA

Uno de los primeros síntomas de que te haces mayor es que ya no puedes soportar esos maratones de dormir diez horas seguidas que tan bien te sentaban los fines de semana de hace años. A los que nos gusta abandonarnos en brazos de Morfeo, le tenemos especial tirria a la palabra madrugar. Pero llega un sábado cualquiera, después de haberte acostado a las 4 de la mañana, sin despertador ni obligaciones que atender, en el que abres un ojo y el reloj te anuncia implacable que son las 8:30. Intentas coger de nuevo el sueñecito, pero no hay escapatoria. El tic tac biológico que llevas en tu interior te hace un corte de mangas y te obliga a levantarte. 
 
 
 
Mi ex, alucinado al verme dormir once o doce horas, me comentaba que los grandes genios de la historia, como Napoleón, dormían muy pocas horas. Supongo que quería decirme de forma sutil que nunca conseguiría llegar lejos durmiendo tanto. Pero quizás mi suerte haya cambiado. Desde hace meses, me despierto cada día sobre las 6 de mañana. Lo curioso es que, por primera vez en la vida, no tengo la obligación de entrar al trabajo a una hora concreta. Tengo la suerte de trabajar en una de esas raras empresas que prefieren que las tareas estén terminadas cuando toca y no te obligan a cumplir un horario fijo. Elijo pegarme el madrugón y olvidarme de mis obligaciones laborales a partir de las 3 de la tarde. Levantarse a la misma hora en la que antes cerrabas los bares es el precio que hay que pagar para hacer deporte, pasear con tu perro o leer la última novela de Houllebecq. No me importa. Además, si hago caso a la teoría de mi ex, ahora puedo llegar a ser alguien, aunque sea entre bostezos y con legañas. 
 
Publicado en Las Provincias el 14/10/11

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