Estoy segura de que el naturalista Charles Darwin antes de establecer su famosa teoría, además de observar el comportamiento de escarabajos, arañas y otros bichitos, también estudió de cerca la adaptación al medio de una especie mucho más compleja, la femenina. Cuando las mujeres nos juntamos con un hombre, automáticamente empezamos a mostrar un repentino interés por aquella materia o hobby que cultiva la otra parte. No importa lo bizarra o aburrida que sea la afición, ni que jamás hayamos sentido curiosidad acerca de la misma. Películas gore, deportes extremos, tebeos underground, tiro al plato o colección de sobrecitos de azúcar. El gen de la supervivencia nos grita 'Adáptate o muere'.
Ejemplos hay infinitos. Sé de mujeres que aborrecían el fútbol y ahora acompañan puntualmente a sus maridos al campo, bufanda del Valencia incluida. Una prima que siempre ha echado pestes del golf, hoy es hándicap 10 gracias a su pareja. Otra amiga que solo dormía en los mejores hoteles cuando viajaba, terminó yéndose de acampada a la playa en la que su novio hacía surf cada verano e incluso sacrificó su secador de pelo por estar a su lado. Y sin embargo, miro a mi alrededor y no veo a mis amigos hombres que acompañen a sus chicas a esas sesiones maratonianas de compras, ni que vayan al cine con ellas a ver 'Sexo en Nueva York', ni por supuesto se apunten a pilates. ¿Por qué tenemos esa capacidad de sacrificio? Se lo pregunto a mis amigas y la respuesta es unánime. «Si crees que voy a dejar que mi Luis vaya solo al fútbol, o al golf, o a hacer surf y tenga la oportunidad de fijarse en alguna de esas lagartas que revolotean por allí, lo llevas claro". Cuestión de supervivencia.
Publicado en Las Provincias el 19/08/2011
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