Todo el mundo le llamaba Richard. Para los guiris que cada verano
pasan por el camping que él y su mujer abrieron hace 40 años en un pueblo de Castellón
era mucho más sencillo que pronunciar su nombre iraní. Murió este invierno con
noventa y pico años. No lo supe hasta que en Semana Santa entré en el
supermercado del camping y algo llamó mi atención. La entrada del local siempre
había estado empapelada con las fotografías de su juventud, cuando él, su
hermano y su esposa trabajaban como acróbatas de circo recorriendo el mundo. En
las fotocopias que recubrían las ventanas se veía a los “Iran-boys”, uno de
ellos totalmente erguido, con el brazo estirado y sosteniendo en su dedo una
botella de cristal sobre la que descansaba todo el peso del otro hermano que mantenía el equilibrio cabeza abajo. Era
“un número único en el mundo”, como rezaban varios de los recortes.
Los Iran-boys habían actuado en el Radio City Music Hall de
Nueva York frente a reyes y actores de Hollywood y una foto atestiguaba la
amistad que les unía con Muhammad Ali. Yo miraba aquellas imágenes cada vez que iba a
comprar. Intenté hablar con él en un par de ocasiones. Si no hacía frío,
siempre estaba sentado en una silla en la puerta del supermercado como un
centinela emérito. Tenía escrita la
entrevista que quería hacerle para contar esa historia fascinante, pero su
avanzada edad, el regular manejo del español
que aún arrastraba y mi falta de insistencia hicieron que ahora solo
pueda imaginar cómo debió ser su vida. Al poco de morir, las fotos, los
recortes de periódico y las fotocopias amarillentas desaparecieron de la
entrada del supermercado. Ahora ya nadie sabrá que los árboles que hoy hacen
sombra a su roulotte fueron plantados por un hombre que maravilló al mundo con
sus acrobacias.
Publicado en Las Provincias el 9/6/2016
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