Mario entró en la fiesta de la mano de su nueva chica.
Parecía diez años más joven a pesar de que tenía menos pelo que la última vez
que nos vimos y unos kilos de más. El secreto de su repentino rejuvenecimiento
era la pelirroja de 27 años que le acompañaba desde hacía meses. Nos la
presentó. Era puro desparpajo. En cuanto ambos se alejaron a pedir, mi grupo de
amigas comenzó a cuchichear. La evidente diferencia de edad centraba el
chismorreo. Al parecer, ninguna de mis amigas parecía caer en la cuenta de que
ellas habían sido la pelirroja en el pasado. Más de una década separan las
fechas de nacimiento de tres de mis amigas y sus maridos. Ese abismo que separa
a una mujer y un hombre cuando ella tiene 25 y él 40, se diluye cuando somos
nosotras las que entramos en la cuarentena y ellos rondan los 55. A partir de
cierta edad ya no nos acordamos de que nosotras fuimos la joven sobre la que
las demás murmuraban.
Escuchando hablar a la pizpireta, con su frescura y su
despreocupación, entendí perfectamente el cliché del hombre que a partir de
cierta edad se fija y se enamora de una chica mucho más joven. No es solo por el
culo duro y los pechos firmes (que también), es sobre todo por ese huracán de
energía; por la desfachatez de que solo exista el presente; por estar exenta de
neurosis y recelos; por creer, todavía, que todo es posible. A nosotras no nos
pasa porque aunque también nos gusten los abdominales marcados, el sexo salvaje
y la audacia de los veintitantos, al final caemos en la cuenta que, como decía
el anuncio, la potencia sin control no sirve de nada. La novia de mi amigo era
un torbellino, pero a pesar de todo, no sentí ninguna envidia cuando los vi
marcharse, ella cabreada y celosa porque su novio había hablado más de la
cuenta con otra.
Publicado en Las Provincias el 16/6/2017
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