El que acuñó la frase “dormir como un bebé”, estoy segura de que no tenía uno. Eso o era el maldito rey del sarcasmo. La calidad del sueño va mermando conforme nos hacemos mayores. Es un hecho indiscutible por el que todos pasamos, pero para los que hemos dormido bastante bien la mayoría de nuestra vida, es especialmente doloroso. Ya no es solo el bebé o el niño que te llama a las tres de la mañana porque quiere agua, tiene fiebre o se despierta sobresaltado tras una pesadilla. A partir de ese momento, por cierto, tu descanso nocturno se ha echado a perder. Aunque te acuestes con él tratando de reanudar lo más pronto posible el ciclo del sueño, ya no duermes igual. Hay una cosa que nadie te dice al tener un hijo y es que los niños ruedan en la cama. Pueden hacer varios giros completos a lo largo de la noche y lo habitual es terminar con su pies golpeándote las costillas o el niño ocupando toda la cama con sus pequeñas extremidades mientras tú tratas de no precipitarte al suelo desde los 10 centímetros que te deja.
El niño es solo uno de los factores que te
impide dormir, pero con la madurez, vienen muchos otros detrás: problemas de
trabajos, asuntos familiares, el desasosiego que te invade por las miles de
cosas pendientes… ¿Y las siestas? Algo para mí sagrado, el mejor invento que ha
parido este país, mi tabla de salvación de muchas jornadas… Ahora es solo un
recuerdo borroso. Mi novio me preguntó hace unos días si quería algo especial
para Navidad. “Solo quiero dormir”, le dije entre bostezos. Me ha prometido que
durante las vacaciones navideñas, por las noches se llevará tres días al niño y
al perro a dormir a casa de su madre. Me pareció el mejor regalo del mundo. Con
suerte dormiré seis horas seguidas cada noche. Puro lujo.
Publicado en Las Provincias el 9/12/2016
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