Nos pasamos la mitad de nuestra niñez y adolescencia deseando hacernos mayores. Para ser más altos, para no tener que obedecer a nuestros padres, para que dejen de pedirnos el carnet en la discoteca. Una vez convertidos en adultos, aburridos del tedio y las responsabilidades, anhelamos volver a la infancia y hacemos lo posible para sentirnos jóvenes de nuevo. Unos jugando a Pokémon Go, otros iniciándose en los deportes de riesgo a los 40 años, algunas estirándose la cara para borrar el paso del tiempo de sus rostros, hay quienes se apuntan a una jornada zombi. La última actividad para volver a sentirse un niño son los campamentos para adultos. Estancias de varios días en un lugar remoto en el que desconocidos de entre 20 y 70 años se juntan para hacer yincanas, saltar sobre colchonetas hinchables y hacer guerras de almohadas. Estos campamentos han empezado a popularizarse en Estados Unidos, ese país especialista en producir entretenimiento en serie. Los venden con la promesa de que el adulto vuelva a emocionarse.
Solo de imaginármelo, me entran sudores
fríos. Una única vez estuve de campamento, debía de tener 10 u 11
años y me pareció terrible. Un montón de niños durmiendo en el
suelo en barracones, comida mala, duchas sin intimidad, juegos que no
me divertían mientras los mayores buscaban fósiles, que para mí
entonces era lo más. Me aburrí bastante y nunca repetí. Una cosa
es no perder de mayores esa capacidad infantil de la ilusión y la
inocencia y otra distinta tener que recurrir a los planes que
hacíamos de niños para sentirnos vivos. Yo, con 35 años, tengo
muchas formas de emocionarme. La voz de Silvia Pérez Cruz, unos
versos de Miguel Hernández o algunas escenas de Blade Runner. Mucho
mejor que cantar canciones alrededor de una hoguera.
Publicado en Las Provincias el 26/08/2016
Publicado en Las Provincias el 26/08/2016
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