Hubo
un tiempo, a finales de los 90, en que en los bajos comerciales
disponibles solo abrían tiendas de móviles. En cada esquina de cada
manzana de cada barrio te topabas con uno de estos negocios. Décadas
más tarde fue el turno de los establecimientos de cigarrillos
electrónicos y sus espantosos rótulos, que años después fueron
sustituidos por las letras a tamaño gigante de ‘Compro oro’ que
crecían como setas en cualquier parte de la ciudad, fuera L’Eixample
o Malilla. Cada vez quedan menos de estos locales que se alimentaban
de la necesidad de las familias españolas por rascar lo que fuera
vendiendo la cadenita de la comunión de la niña. Desde hace poco,
si observas a tu alrededor, el negocio de éxito son las franquicias
de panadería con un diseño cuidado y la promesa de que los
productos que allí consumes están elaborados de forma artesanal y
llevan muchos cereales. Yo solo veo un horno eléctrico donde meten
masa congelada por lo que me cobran el doble de lo habitual.
Desde
que comenzó el verano, observo una nueva tendencia. Con solo dos
meses de diferencia, han abierto en mi barrio, en un radio de medio
kilómetro, dos supermercados ecológicos y una tienda de productos
orgánicos. Lo natural está de moda. Desayunamos leche de avena con
semillas, comemos quinoa, cenamos tofu, seitán y sopa de miso
mientras renegamos de la carne y abominamos de la química.
Alimentarse bien, tratando de consumir productos frescos y de
proximidad, apostar por los pequeños agricultores y ganaderos y el
kilómetro cero es muy importante, no solo por el bien de nuestro
organismo sino también por la responsabilidad social que ello
implica, pero existe el riesgo de que esta corriente eco termine
siendo algo efímero y superficial. Como cualquier otra moda de usar
y tirar.
Publicado en Las Provincias el 22/9/16
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