jueves, 23 de junio de 2016

TARDE EN EL SALVAJE OESTE



Había tratado de posponer el momento todo lo posible. Cada tarde buscaba cualquier excusa que me permitiera no adentrarme en ese mundo inhóspito, pero tuve que rendirme a la evidencia y un día de calor insoportable, me vi obligada a llevar al niño al parque por primera vez. Como tenía que ir adaptándome poco a poco al nuevo medio, elegí unos columpios en los que no había nadie, ni niños ni padres. Aquello parecía Chernobyl. Sin embargo, pronto advertí que el sol abrasador de las cinco de la tarde era una buena razón para seguir a la masa y mudarme a otra zona infantil a la sombra. Esta sí, repleta de niños chillones y madres en estado de alerta. A los cinco minutos me di cuenta de que en esta versión reducida del salvaje oeste existen unas reglas tácitas que hay que ir interiorizando para sobrevivir.

En esa jungla iniciática en la que conviven bebés de meses con niños de hasta 7 años, mi hijo, más pacífico que Gandhi hasta aquel instante, trató de meterle el dedo en el ojo a todos los allí reunidos. Por su parte, los otros niños intentaron morderle la cara, le echaron tierra en los ojos y le pegaron en la cabeza ante la indiferencia absoluta del corrillo de madres cuyos temas de conversación fluctuaban entre los mejores sitios para comprarles los zapatos a sus hijos y las bondades de los colegios privados en los que pensaban matricularles. Mi retoño intentó robar todas las pelotas de sus congéneres, sin éxito, porque no hay muro más inexpugnable que un niño defendiendo sus juguetes, y otro se bajó los pantalones y entre el tobogán y los balancines nos hizo una demostración de su errática capacidad de control de esfínteres. Todo muy entretenido. Sé que estoy condenada a pasar allí muchas horas, pero sinceramente, dudo que logre acostumbrarme.

Publicado en Las Provincias el 17/6/2016

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