viernes, 22 de abril de 2016

SIESTA Y ACEITUNAS



A veces le miro mientras juega con cualquier cosa menos con sus juguetes: el mando de la tele, el cable de la lámpara o su último descubrimiento, el rollo del papel higiénico, y me pregunto cómo será de mayor. Con qué disfrutará, qué cosas le cabrearán, qué será importante para él. Imagino entonces cómo me gustaría que fuera. Es inevitable proyectar sobre los hijos nuestras carencias, las habilidades que nos habría gustado desarrollar, las cuentas que quedaron por saldar, los sueños que olvidamos por el camino. Me encantaría que leyera, que descubriera de niño el amor por ese otro mundo que te abre la literatura. Le dejaría que trasnochara para averiguar donde se encuentra la isla del tesoro o si el capitán Ahab consigue dar caza a la ballena. Le recomendaría, sin éxito, que leyera a los clásicos. Unas navidades le regalaría ‘Cien años de Soledad’ y olvidaría en su habitación algún libro de Miguel Hernández con la esperanza de que se estremezca cuando yo no esté delante.

Ojalá de adolescente me pida una guitarra eléctrica. Me lo imagino escuchando en su cuarto a Pink Floyd, ACDC o Bob Dylan y años más tarde, alucinando con el ‘Kind of Blue’ de Miles Davis. Me gustaría que se gastara el dinero viendo películas, cualquiera que sea el formato que exista dentro de 20 años. Quiero que viaje mucho con poco equipaje, que aprenda bien un par de idiomas, que le apasione el mar, respete a los animales y prefiera la montaña a un centro comercial. Sobre todo sueño con que sea un buen tipo, que tenga buenos amigos y trate con igualdad a las mujeres. Hay mucho trabajo por hacer. De momento, he empezado con dos cosas que para mí son innegociables. Una es enseñarle la bendita costumbre de la siesta, la otra es que le vuelvan loco las aceitunas. Por algo hay que empezar.

Publicado en Las Provincias el 15/04/2016

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