viernes, 4 de marzo de 2016

DEFENSA DEL TARAREO



El silbido está en declive. No hablo del silbido eufórico en un concierto ni de silbarle al perro en el parque para que vuelva. Esos silbidos pragmáticos no me interesan, han perdido su sentido epicúreo. Me refiero al silbido que acompaña al currante durante su jornada de trabajo, mientras pinta el rellano, luce una pared, prepara la comida o friega el suelo. Silbidos que entonan una melodía y que sencillamente tratan de hacer más llevadera la faena. Mi abuela me contaba que cuando ella era joven, las mujeres solían cantar mientras trabajaban en casa, cosían o hacían la compra. Los patios de luces de principios del siglo XX eran nuestro Spotify, solo que con coplas, boleros y algún pasodoble. Hoy aquellas voces amateurs encargadas de colorear una España grisácea han sido desbancadas por la tecnología. Hoy por las calles se escucha el insufrible repertorio de reguetón que los chavales llevan en su móvil. 


Si el silbido anda en desuso, el tarareo tampoco pasa por su mejor momento. Me doy cuenta porque yo me paso el día tarareando. Tarareo en casa cuando estoy contenta, tarareo para dormir a mi niño, tarareo por la calle cuando saco al perro. A veces se me olvida que estoy en la calle y la gente me mira raro. Tararear es síntoma de alegría y si estás alegre la mayor parte del tiempo el resto piensa que eres un poco gilipollas. La alegría no tiene muy buena prensa. Pero yo tarareo igualmente porque tararear es el sustituto natural de los que no sabemos cantar, o no debemos por el bien de nuestros semejantes, ya que la naturaleza nos dotó de una voz análoga a la de Joaquín Sabina de resaca. Si pienso en mi padre, lo recuerdo siempre tarareando. Yo he decidido seguir la tradición. La música, aunque sea desentonada y entre dientes, hace la vida mejor.  

Publicado en Las Provincias el 26/3/2016

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