El silbido está en declive. No hablo del silbido eufórico en un concierto
ni de silbarle al perro en el parque para que vuelva. Esos silbidos pragmáticos
no me interesan, han perdido su sentido epicúreo. Me refiero al silbido que
acompaña al currante durante su jornada de trabajo, mientras pinta el rellano,
luce una pared, prepara la comida o friega el suelo. Silbidos que entonan una
melodía y que sencillamente tratan de hacer más llevadera la faena. Mi abuela
me contaba que cuando ella era joven, las mujeres solían cantar mientras trabajaban
en casa, cosían o hacían la compra. Los patios de luces de principios del siglo
XX eran nuestro Spotify, solo que con coplas, boleros y algún pasodoble. Hoy aquellas
voces amateurs encargadas de colorear una España grisácea han sido desbancadas
por la tecnología. Hoy por las calles se escucha el insufrible repertorio de
reguetón que los chavales llevan en su móvil.
Si el silbido anda en desuso, el tarareo tampoco pasa por su mejor momento.
Me doy cuenta porque yo me paso el día tarareando. Tarareo en casa cuando estoy
contenta, tarareo para dormir a mi niño, tarareo por la calle cuando saco al
perro. A veces se me olvida que estoy en la calle y la gente me mira raro.
Tararear es síntoma de alegría y si estás alegre la mayor parte del tiempo el
resto piensa que eres un poco gilipollas. La alegría no tiene muy buena prensa.
Pero yo tarareo igualmente porque tararear es el sustituto natural de los que
no sabemos cantar, o no debemos por el bien de nuestros semejantes, ya que la
naturaleza nos dotó de una voz análoga a la de Joaquín Sabina de resaca. Si
pienso en mi padre, lo recuerdo siempre tarareando. Yo he decidido seguir la
tradición. La música, aunque sea desentonada y entre dientes, hace la
vida mejor.
Publicado en Las Provincias el 26/3/2016
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