Después de tener un niño ya nada
es igual. Cambian las rutinas, los ritmos se adaptan, las prioridades se reajustan
y hasta la decoración de la casa sufre una transformación al ser invadida por un
ejército de ositos, jirafas y juguetes musicales con sonsonetes diabólicos. Lo
que no esperas es que también la forma en que uno se asoma a la ficción varíe. Hace
unas semanas veía la televisión, cuando di por casualidad con uno de esos films
que se te quedan marcados al verlos de crío. Puede que la recuerden porque fue
una de las primeras películas que denunciaban uno de los tantos atropellos medioambientales
a los que hemos sometido al planeta. Se llamaba ‘La selva esmeralda’. Tommy, un
niño de siete años, se pierde en el Amazonas en el transcurso de la
construcción de una enorme presa de la que su padre, un ingeniero estadounidense,
es responsable. El pequeño es adoptado por una tribu indígena con la que
convive mientras sus padres continúan buscándolo durante años.
La vi con la misma edad del
protagonista. Recuerdo que estuve durante semanas deseando ser raptada por una
tribu para poder vivir entre árboles, cazar animales, pintarme la cara y no ir
al colegio. Esta vez, sin embargo, veía la escena en la que el niño se pierde, invadida
por una sensación de profunda angustia. Si pienso ahora en mis pelis de la
infancia, ya no me identifico con Elliott, sino que pienso en lo aterrorizada que
estaría su madre al ver un alienígena marrón en casa; o en los progenitores de
Bastian, que sufrirían por su hijo desaparecido, que escondido en una librería
se colaba en una historia interminable, o en la ansiedad de los padres de unos
chavales apodados los goonies. Es una pena que la mirada de un adulto empañe
todos esos maravillosos momentos de fantasía.
Publicado en Las Provincias el 29/1/2016
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