Cuando de niños jugábamos a
pillar, siempre había un columpio, un árbol o una esquina donde uno estaba a
salvo. Al tocar ese punto, te convertías en intocable, adquirías inmunidad casi
diplomática, podías refugiarte y descansar sin miedo a que tu perseguidor te
diese caza. Tocar mare, lo llamábamos. Desconozco si los chavales de ahora lo
siguen llamando así. Cuando te conviertes en padre, te das cuenta de un montón
de cosas que hasta entonces te habían pasado inadvertidas. Aprendes el sentido
literal de ciertas palabras como sacrificio, responsabilidad, nervios o
generosidad, también aprendes lo que es tocar mare.
Ser madre significa tener que
estar inventándose y adaptándose cada poco tiempo. Los trucos que utilizas hoy
no valen nada pasado mañana. De pronto un día, mecer al bebé para dormirlo
mientras tarareo una canción ya no funciona. Después de varios intentos fallidos,
cambio de táctica y me acuesto con él en la cama. Mientras sus pequeñas manitas
me tocan, me retuercen la nariz, me aprietan los mofletes, me dan algún que
otro arañazo, me estrujan el pecho, el bebé se tranquiliza. El niño cierra los
ojos y va calmándose hasta que por fin cae rendido. Eso es tocar mare. Sentirse seguro y
protegido, saber que hay alguien ahí que matará monstruos por ti y no dejará que
entren los fantasmas en el dormitorio. Ese sentimiento de amparo no solo puede
ser ejercido por la madre. Lo noto al volver de viaje. Después de cuatro días fuera,
mi perro se pone mucho más contento de verme que mi hijo. Ha estado bien
cuidado. Mare puede hacerlo un padre, los abuelos o una tía. Mare, además, proporciona una sensación
maravillosa que podría exportarse y venderse en los circuitos de relax y
bienestar. Bebeterapia lo llamarían. Felicidad extrema, lo llamo yo.
Publicado en Las Provincias el 11/12/2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario