Dormir
juntos está sobrevalorado. Al menos ese fue la conclusión a la que llegó un
comité de sabias que se reunió en Valencia la semana pasada. En Ruzafa
concretamente. Como habrán imaginado, ese comité, que se reúne una vez al mes
para hablar de tonterías, quejarse de los maridos, organizar viajes que nunca
hacen y sobre todo reírse, está formado por mi grupo de amigas. El otro día una
de ellas vino a la cena preocupada. Hace un mes que ella y su chico se han
mudado a un piso más grande en el que además del dormitorio principal, cuentan
con otra habitación con cama de matrimonio para los invitados. A ella siempre
le han molestado los ronquidos de su pareja y ha llegado un punto en que si se
despierta a mitad noche y lo oye roncar, no puede volver a conciliar el sueño y
se cambia al otro cuarto. Su novio, al darse cuenta del perjuicio que le estaba
ocasionando decidió hace dos semanas que sería mejor que él se acostara todas
las noches directamente en la habitación de invitados y así ella pudiese
descansar mejor.
A
pesar de que mi amiga insistió en que siguiesen durmiendo juntos, él se mostró
firme. Llevaban dos semanas durmiendo en camas separadas y ella, aunque
confesaba su temor a que ese tabique de separación repercutiera negativamente en
su relación, nos reveló que nunca había estado de mejor humor. El resto del
grupo, en lugar de convencerla para que volviese al lecho conyugal, la animó a
continuar así. “Nunca fui tan feliz como cuando Juan se pasó un mes durmiendo
el sofá”, decía una. “Pepe durmió en otra habitación cuando nació nuestro hijo
y fue una de las mejores etapas como pareja”, explicó otra. “Incluso avivó
nuestra pasión”, contó alguna. El dictamen fue unánime. Compartir tálamo y
soportar ronquidos poco tiene que ver con el amor.
Publicado en Las Provincias el 27/11/2015
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