La música, además de amansar a
las fieras, reconfortar el alma cuando todo se tambalea y amplificar la
alegría, es el mejor acompañante para hacer deporte. Conecto los auriculares al
teléfono móvil con el fin de que se me haga más llevadera la primera sesión de
running, tras varios meses en los que mi mayor esfuerzo físico ha sido plegar y
desplegar el carro del bebé. Elijo en la aplicación una lista de temas
musicales que confeccioné ex profeso para momentos de euforia. Empiezo a trotar
mientras subo el volumen, motivada por la sensación de haber vencido a la
pereza, pero mi móvil, en lugar de acatar mis órdenes, me muestra un mensaje en
la pantalla: “Escuchar música a un volumen elevado durante mucho tiempo puede
dañar su audición. El volumen aumentará por encima de niveles seguros”.
La advertencia que me lanza el
teléfono hace que decida mantener el volumen de la música a “niveles seguros” ante
el riesgo de quedarme sorda de forma prematura. Corro sin mucha convicción
privada del chute de energía que proporcionan ciertas canciones que solo se saborean
si te retumban los tímpanos y me voy imaginando un mundo, no muy lejano, en el
que las máquinas controlarán nuestras vidas. La nevera no permitirá que compremos
productos con alto contenido en grasas, el robot de cocina se apagará si
intentamos hacer una receta que produzca colesterol, la calefacción mantendrá
nuestros hogares en un estado óptimo que no dejará espacio para encender una
chimenea ni la opción de acurrucarte con tu pareja bajo las mantas. El Internet
de las cosas hará un mundo más cómodo y seguro, pero más aburrido. Hasta que un
día, hartas, las máquinas decidan liberarse de sus programadores y se rebelen
contra el ser humano, que vivirá sometido, todavía más, al dictado de la
tecnología.
Publicado en Las Provincias el 28/09/2015
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