Nos hemos acostumbrado a que los
estafadores de hoy en día huelan a perfume del caro, vistan trajes a medida y estudien
en las mejores escuelas de negocios. Aquellos quinquis de los 80, aquellos
trileros de medio pelo han sido sustituidos por empresarios que viajan en jet
privado y dejan en la calle a cientos de trabajadores, banqueros procesados que
veranean en yates, políticos que reciben comisiones y tesoreros con casa en
Baqueira. Pero junto a estos ladrones de guante blanco y escasa conciencia
todavía existen timadores menores, tramposos de arrabal que se buscan la vida
como pueden. El pasado sábado estaba sentada en una terraza del barrio
madrileño de Malasaña cuando se acercó un amable señor que lucía gafas redondas
de pasta, barba quijotesca y pelo enmarañado. Se presentó a sí mismo como un humilde
poeta deseoso de que conociésemos su obra. Su estampa valleinclanesca y un
discurso alejado de victimismo nos convenció para desembolsar el euro que costaba
aquel trabajo autoeditado e impreso en un A3.
En cuanto se fue desplegué
aquellos sonetos convencida de que tenía ante mí a uno de esos artistas malditos,
un Baudelaire castizo que sería reconocido y venerado después de muerto. En la
primera hoja, junto al depósito legal y el registro de la propiedad intelectual
se señalaba el número de ejemplares que el escritor había distribuido, nada
menos que 11.627. Comencé a leer con emoción, pero tras los primeros versos me
encontré con unos ripios inmundos. “Solo sé que te quiero, ¡Y sé que por eso me
muero!” decía uno.” “Te quiero con todo mi amor, ¡Qué pena que no tengas
corazón” continuaba el siguiente. Aquellas rimas que podían haber sido escritas
por un alumno de EGB hicieron que me sintiera estafada. Estafa poética, pero
estafa, al fin y al cabo.
Publicado en Las Provincias el 04/09/2015
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