Llegó
el día. Después de pasarte dos meses y medio, mañana, tarde y noche,
pegada a él, decides que ha llegado el momento de ausentarte de casa más de dos
horas, de volver a interactuar con adultos sin que la conversación verse sobre
un único tema y de recuperar por una noche aquella vida propia que solías tener
hace no tanto. Antes de la maternidad, cuando se acercaba uno de esos fines de
semana que prometían, quedabas previamente con tus amigos para planear los
detalles con emoción: dónde ir, qué ponerse, qué beber. Ahora, la planificación
se centra en un único punto vital: sacarse leche suficiente para que el bebé no
pase hambre durante tu ausencia. Y aunque llevas meses deseando salir, tu lado menos
racional trata de sabotearte haciendo que imagines toda clase de cosas
horribles que le pueden ocurrir al bebé mientras no estás. Como siempre, tu
conciencia es tu peor enemigo.
Pero
hay que hacerlo. Hay que dar el paso. Por el bien de tu salud mental, por el de
tu vida en pareja y por la pervivencia de la relación con tus amigos. Le das un
beso fugaz para no hacer más difícil el momento y te alejas hacia los efluvios
de la noche con un nudo en el estómago. Aunque estás algo desentrenada y,
además, tienes el consumo de alcohol limitado a dos cervezas, enseguida vuelves
a engancharte a la dinámica noctívaga como si nada hubiera cambiado. Saltas,
cantas y bailas al ritmo de la música, te ríes sin parar, te haces fotos,
saludas, haces colas, conoces gente nueva. En un momento de la noche te
preguntan si lo echas de menos. Glups. Te sientes mal al confesar que no.
Cuando llegas a casa, mucho más temprano de lo que preveías, te das
cuenta de que después de ver la sonrisa de tu hijo, lo segundo mejor es lo bien
que te lo sigues pasando con tus amigas.
Publicado en Las Provincias el 12/06/2015
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