El
Palacio de Versalles ya los ha prohibido y tanto el Pompidou como el Louvre lo
están estudiando. París no es la única ciudad que ha comenzado a regular el uso
de los palos para hacerse selfies con el móvil. En Washington han vetado
su entrada en 19 museos, una decisión que ya adoptaron el MOMA y el Guggenheim
de Nueva York, el Museo de Bellas Artes de Boston o el J. Paul Getty de Los
Ángeles. Lo hacen para proteger las obras y de paso tratar de que ningún visitante
le saque el ojo a otro mientras intenta inmortalizar su careto junto a la
Gioconda. Me parece bien. Si ya es tedioso esperar a que el grupo de jubilados
o estudiantes al completo posen ante la pintura o escultura de turno, el dichoso
palo solo hace que multiplicar el tiempo de exposición que te impide contemplar
el trabajo de los artistas con tranquilidad.
El palito se ha convertido en
complemento imprescindible de turistas y extensión indispensable en cualquier
tipo de fiesta. La moda de los selfies con la que cada día inundamos las redes
sociales ya son buena muestra del exceso de exhibicionismo de nuestros cada vez
mayores egos, pero través del palo,
damos todavía más rienda suelta a nuestro narcisismo. Los portadores del palo
lucen el gadgetobrazo de su vanidad plasmando su vida en imágenes, normalmente
de mala calidad, que les reafirman en la
certeza de que si no hay documento gráfico que lo certifique, es que ese
momento no ha existido, o al menos no ha sido relevante. El palo, además,
perjudica las relaciones sociales. Si les gusta viajar, sabrán que una de las
formas más fáciles de entablar conversación con otro viajero es pedirle que nos
haga una foto. En un mundo lleno de palos, estamos abocados a olvidar que el
objeto de nuestro retrato no deberíamos ser nosotros sino lo que nos rodea.
Publicado en Las Provincias el 13/03/2015
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