viernes, 7 de noviembre de 2014

LA HERENCIA DE NUESTROS MUERTOS






Si nuestros muertos pudieran asomarse y ver, desde la alturas o desde los infiernos (cada cuál que elija) los eternos papeleos, las dificultades burocráticas y los trámites administrativos infinitos, impuestos aparte,  que supone para los familiares recibir los bienes que cosecharon en vida, más de uno decidiría, antes del deceso, vender sus propiedades y gastar sus ahorros con el fin de ahorrar a los herederos muchos dolores de cabeza. Teniendo en cuenta, además, el número de familias que se rompen después de la lectura del testamento por parte del señor notario, estoy segura de que el fallecido preferiría dejar su fortuna a cualquier institución benéfica con la que comulgue para evitar conflictos. Imaginen. Uno, al llegar a cierta edad, consciente de que la parca le acecha, podría gastar lo que ya no necesite en cualquier capricho frívolo y absurdo. Un crucero en goleta por los mares del Sur, un televisor 3D de 85 pulgadas, un recorrido por restaurantes con estrellas Michelin o ese bolso por el que siempre suspiró. Una despedida a lo grande.


Todo ello con la conciencia bien tranquila y sin dar explicaciones. Con ese fin de fiesta estaría además beneficiando el futuro de su cónyuge, hijos y sobrinos. En caso de que arraigara esta utópica práctica, no creo que el mundo fuese más justo. Seguirían existiendo depredadores cuya ambición les empujaría a ganar y gastar lo máximo posible durante su existencia a costa del resto, pero quizás, si supiésemos que nuestras posesiones no perdurarán, nos preocuparíamos menos por amasar y más por aprovechar lo que tenemos. En lugar de dejar a los hijos acciones, participaciones en empresas y un apartamento en la playa, los padres se asegurarían de transmitir valores, dotar de educación y cultura y equipar a los hijos con buenos recuerdos. Un legado intangible que vale más que cualquier patrimonio millonario.



Publicado en Las Provincias el 7/11/14

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