Un
amigo al que le han ido las cosas bien en el terreno profesional, me decía
mientras tomábamos algo en la terraza de su ático, que veía colmadas sus
aspiraciones materiales tras haberse podido comprar una casa con vigas en el
techo. Para él, las vigas de madera, con todo lo que ello implican,
representaban el éxito. Yo hace un mes que también alcancé una de mis
cimas materialistas con la adquisición de un confortable sofá con chaise
longue, el primero que tengo totalmente nuevo. Repaso mentalmente los sofás
anteriores que han pasado por mi salón y no puedo evitar vislumbrar cómo ha
evolucionado mi vida paralela a ellos.
Cuando
me emancipé hace siete años a un pequeño y bonito apartamento que compartía con
una amiga, nuestro sofá lo formaban dos somieres con colchones cutres que por
su composición y densidad debían ser de los 70. Nos daba igual. Los cubrimos
con una colorida tela que alguien trajo de la India y los forramos de
almohadones. Era incómodo, pero en él fuimos felices. Al cambiarnos de casa, unos
familiares me regalaron los sofás que ya no querían. Estos ya eran dos señores
sofás, con fundas extraíbles, respaldos reclinables y una antigüedad que no
sobrepasaba los 20 años. Estaban algo viejecitos, pero mi amiga, mi perro y yo
les dimos buen uso durante el tiempo que nos acompañaron. Hoy, este sofá de
persona respetable que me envuelve durante las siestas de los domingos y me
proporciona la anestesia de una existencia burguesa, ha añadido un nuevo
quebradero de cabeza a mi vida. Ahora he de ingeniármelas para que mi perro no
se suba en él. Cada vez que salgo de casa, tengo que preparar un
búnker alrededor del sofá para tratar de protegerlo mientras añoro la
despreocupación que me ofrecían esos míseros colchones que me servían de diván.
Publicado en Las Provincias el 21/11/14
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